domingo, 9 de noviembre de 2008

Ayer estuve en Loyola (Azpeitia), lugar de nacimiento de San Ignacio el fundador de los jesuitas. La basílica de Loyola, una especie de mini Vaticano, expresa mejor que ningún discurso su posición ante la pobreza y el poder. El templo, donde lo barroco predomina, transpira prepotencia y derroche ocultando en alguna medida lo que podría ser bello. No es extraño que, muy pocos años después de su finalización, Carlos III decidiese la expulsión de los jesuítas del Reino de España. Esto ni siquiera lo puede ocultar la acción actual jesuítica que va en camino de una mayor austeridad.

Yo estudié con los jesuitas. A veces pienso en los años que pasé con ellos. Sé que les debo muchas cosas. Sé que en aquellos años de plomo (1950 ...1962) mi colegio no era el lugar más cerrado de Bilbao. Fue allí donde oí hablar de que el cine había que analizarlo, o de la revolución francesa, o de Góngora, ... Pero lo que no lograron es que que mi amor a la Iglesia Católica tuviese alguna profundidad y esto a pesar de su insistencia. Así que el producto, al que los jesuitas contribuyeron a construir, fue alguien que se siente muy humanista, pero nada religioso.

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